martes, 1 de junio de 2010

Bue


La noche de mis dos meses en que un monstruo marino se comió mi barco, en el preciso instante en que un coletazo me levantaba en vuelo para que me tragara definitivamente el agua oscura, un camalote dorado pasó debajo mío, y me rescató.
Rebautizada Bue no bien pude pronunciar palabra, fijada para siempre en ese nombre por la multitud de primos que me siguieron, ayer mi abuela cumplió 87 años.
Hay varias cosas que planeo secretamente, como los actores deben planear desde su primera obra las palabras que dirán cuando ganen el gran premio. Digo, más allá de los viajes, las novelas, las remodelaciones de la casa, pienso en fantasías perdices: una eventual boda Sislian Coria, los más probables quince de Juanita, los 90 de mi abuela Esther. Habrá que cortar la calle, llenarla de guirnaldas y banderines, contratar mariachis, soltar palomas. Habrá nietos y bisnietos, más bisnietos que ahora, y sobre todo, habrá una torta inmensa de sabores que todavía no existen, 90 velas incandescentes, algo que compense las perdices que mi abuela me dio de comer en la boca, en aquel camalote de mi salvación.

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