lunes, 5 de abril de 2010

Komm bitte, komm

De chica las pascuas no solían estar entre mis festividades favoritas. Las lúgubres imágenes religiosas que se grabaron en mi mente tras años y años de escuela de monjas, las de Malvinas que ya no se si ví o soñé o si es que de tanto estudiarlas se volvieron tan vívidas (ante todo los chocolates no comidos y los sweters no vestidos por soldados que a fin de cuentas no volvieron con los prometidos kilos de más) y pfff, como si eso fuera poco, las pataletas de los generales en retirada, en fin, un combo infumable más allá de los conejos de chocolate.
De grande todo eso cambió. Mis hijos van a un colegio alemán (¿quién hubiera dicho, no? la maté con ese dato) y las tradiciones pascuales que allí aprendimos opacaron un poco todo lo otro. Nuestros niños, por lo pronto, esperan la pascua como se espera la navidad, lo que significa un verdadero ascenso en el ranking si yo vengo a ser el parámetro. En primer lugar los huevos no los regalan los padres, sino que los trae el mismísimo conejo. Y el conejo, señora, tiene la precaución de pasar las patas por cremita o chocolate blanco, para dejar huellas como pistas que guían al tesoro de chocolate. Me ENCANTAN los preparativos: tres dedos en témpera blanca para sellar ese recorrido mágico. Y los nenes se despiertan con sus vinchas de orejas hechas en la escuela para cantar "komm bitte, komm, osterhasen komm". Y después, en fin, qué le voy a contar, las huellas son menos prolijas y no tan blancas, son más bien pegotes, bigotes, manchas que rodean las sonrisas, las risas, las carcajadas. Le prometí fotos de lo que preparé para mi familia y aquí van: son galletitas para mi abuela, ahijada y sobrinos. Mis hijos, ya le dije, recibieron huevos, y para cortar el atracón chocolatoso de postre hice apple crumble (devorado antes del primer flash...). Chau, osterhasen.

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