Me preparo para salir y me preguntás si voy a volver tarde. Te digo que sí: el recital es muy largo. Estás preocupada: van a tener que cortar, nadie dura tres horas sin hacer pis. Hora de hablar con vos sobre algo muy serio.
“Nadie”, en este caso, refiere a “ningún ser humano”: ningún ser humano soporta tres horas sin hacer pis. Sin embargo (y esto es lo importante) algunos seres excepcionales habitan este mundo. Siempre me preguntás cómo estoy tan segura de que Dios no existe y te digo que es completamente evidente; luego, eso no significa que no crea en ninguna divinidad. Al contrario, soy politeísta. De algún modo debés intuirlo: tengo un altar imantado en la puerta de a heladera. Te cuento los despliegues de esos dioses cuando estás por dormirte. De a poco empezás a entender que la naturaleza de esos seres que parecen hombres es distinta a la nuestra, y que eso no es para nada extraño, que se debe sencillamente a que no provienen del mismo mundo que el resto de nosotros.
Dioses fáciles de reconocer. En primer lugar son seres atemporales. Una escencia inmutable persiste en ellos más allá de los años, y algo en su perfil izquierdo remite siempre a su esplendor, ya sea cuando se sientan al piano, cuando meten un gol o cuando un fotógrafo captura sin saberlo el instante más reproducido de la historia. Si se tiene la fortuna semi imposible de presenciar ese milagro, algo de la divinidad hace mella en uno, pero pronto se apaga, porque nosotros no somos como ellos o, más bien, porque ellos no son como nosotros. Esa ráfaga de luz tiene el efecto confuso de mostrar qué rudimentarios somos y de dejarnos a su vez desaforados por más de su luminosidad, de requerirlos con locura, de dejarnos temblando ante la posibilidad de tener que vivir sin ellos.
Una tarde, en una cancha de fútbol, o al escribir una carta a un amigo, o al levantarse de un sueño pesado, pronuncian palabras que previsiblemente quedan por siempre en la vida de todos (la pelota no se mancha, hasta la victoria siempre, let it be) como información que nos acompañara desde el inicio de los tiempos, frases que forman parte de nuestro instinto, de nuestra anatomía, de nuestra modesta capacidad de pensar.
Y lo más importante: los seres mágicos se atraen mutuamente formando hordas irrefutables, indiscutidamente geniales, the coolest of gangs, diría Rowling, olimpos contempráneos que ilustran sobre el perfecto funcionamiento de las cosas. Paules, Johnes, Georges y Ringos; Ernestos, Camilos y Fideles; Diegos, Carlitos y Martines Palermos.
En fin, Cuca, supongo que ya podrás entenderlo: es por eso que Paul no necesita dejar de tocar para salir del escenario a hacer pis. Puede sostener tres horas de canciones que conocemos desde antes de haber nacido, que cincuenta años después de haber sido pensadas, pronunciadas, escritas, entonan decenas de miles de personas, y tantas o más seguirán coreándolas en cien. Las escribirán en pancartas, las gritarán en las calles, vos misma se las enseñarás a tus hijos como yo te las enseño a vos y a Fidel, como las cantamos desaforados a las siete y media de la mañana cada día rumbo al colegio, tres fanáticos religiosos demenciales: Take a sad song and make it better, un rezo fervoroso, la clave inconfundible para empezar un día con dios de nuestra parte, receta mágica que augura perdices, conjuro de mil amores que adoramos cantar.
“Nadie”, en este caso, refiere a “ningún ser humano”: ningún ser humano soporta tres horas sin hacer pis. Sin embargo (y esto es lo importante) algunos seres excepcionales habitan este mundo. Siempre me preguntás cómo estoy tan segura de que Dios no existe y te digo que es completamente evidente; luego, eso no significa que no crea en ninguna divinidad. Al contrario, soy politeísta. De algún modo debés intuirlo: tengo un altar imantado en la puerta de a heladera. Te cuento los despliegues de esos dioses cuando estás por dormirte. De a poco empezás a entender que la naturaleza de esos seres que parecen hombres es distinta a la nuestra, y que eso no es para nada extraño, que se debe sencillamente a que no provienen del mismo mundo que el resto de nosotros.
Dioses fáciles de reconocer. En primer lugar son seres atemporales. Una escencia inmutable persiste en ellos más allá de los años, y algo en su perfil izquierdo remite siempre a su esplendor, ya sea cuando se sientan al piano, cuando meten un gol o cuando un fotógrafo captura sin saberlo el instante más reproducido de la historia. Si se tiene la fortuna semi imposible de presenciar ese milagro, algo de la divinidad hace mella en uno, pero pronto se apaga, porque nosotros no somos como ellos o, más bien, porque ellos no son como nosotros. Esa ráfaga de luz tiene el efecto confuso de mostrar qué rudimentarios somos y de dejarnos a su vez desaforados por más de su luminosidad, de requerirlos con locura, de dejarnos temblando ante la posibilidad de tener que vivir sin ellos.
Una tarde, en una cancha de fútbol, o al escribir una carta a un amigo, o al levantarse de un sueño pesado, pronuncian palabras que previsiblemente quedan por siempre en la vida de todos (la pelota no se mancha, hasta la victoria siempre, let it be) como información que nos acompañara desde el inicio de los tiempos, frases que forman parte de nuestro instinto, de nuestra anatomía, de nuestra modesta capacidad de pensar.
Y lo más importante: los seres mágicos se atraen mutuamente formando hordas irrefutables, indiscutidamente geniales, the coolest of gangs, diría Rowling, olimpos contempráneos que ilustran sobre el perfecto funcionamiento de las cosas. Paules, Johnes, Georges y Ringos; Ernestos, Camilos y Fideles; Diegos, Carlitos y Martines Palermos.
En fin, Cuca, supongo que ya podrás entenderlo: es por eso que Paul no necesita dejar de tocar para salir del escenario a hacer pis. Puede sostener tres horas de canciones que conocemos desde antes de haber nacido, que cincuenta años después de haber sido pensadas, pronunciadas, escritas, entonan decenas de miles de personas, y tantas o más seguirán coreándolas en cien. Las escribirán en pancartas, las gritarán en las calles, vos misma se las enseñarás a tus hijos como yo te las enseño a vos y a Fidel, como las cantamos desaforados a las siete y media de la mañana cada día rumbo al colegio, tres fanáticos religiosos demenciales: Take a sad song and make it better, un rezo fervoroso, la clave inconfundible para empezar un día con dios de nuestra parte, receta mágica que augura perdices, conjuro de mil amores que adoramos cantar.
que lindo que escribis, hermoso post.
ResponderEliminarHermoso Juli, no lo había leido, casi lloro!!!!!! Baccio!
ResponderEliminarEs que es para llorar!!! Volverá???? Me areepiento tanto de no haber llevado a los chicos :(
ResponderEliminarGracias Laura por el coment!